Alexis Ravelo (Las Palmas, 1971) es uno de esos raros escritores periféricos que llegan a ocupar la centralidad. Conocido sobretodo desde su salto a la Península y después de su afianzación en el género negro (La estrategia del pequinés, La última tumba y Las fores no sangran, sus títulos desde el 2013, el primero y el último con Alrevés y el del medio con Edhasa a través del premio Ciudad de Getafe, además de una novela con seudónimo para Navona), el canario ha sabido labrarse un porvenir en el camino de la narrativa a base de ir trazando una trayectoria que le ha llevado a probar la narrativa infantil y juvenil, el relato breve, la novela y la novela negra en diferentes proyectos y editoriales hasta su descubrimiento y proyección fuera de Canarias en estos tres años. Hasta el momento y en el campo negro, la llamada “aportación Ravelo” se basa en un uso preciso de la lengua; una capacidad innata para el diálogo y una focalización de sus novelas en historias de perdedores, pequeños delincuentes enfrentados a un destino que tal vez les supera.
Ahora Alexis Ravelo ha dado un giro radical en su producción última y nos ofrece un nuevo artefacto: La otra vida de Ned Blackbird, una novela -casi una nouvelle por su extensión- íntima, metaliteraria, culturalista en alguns momentos e incluso casi poética. Partamos de una posible idea para el concepto de Dios: Dios como un escritor infinito que inventa personajes en una una novela inacabada en la que incluso existe un escritor canario llamado Alexis Ravelo que escribe sobre personajes que tal vez son personajes de una novela. Ese es el juego especular que nos plantea Ravelo en su última obra, un juego sobre la identidad y la existencia que, como no podía ser de otra manera, remite a Borges y a toda la literatura suramericana que el canario conoce tan bien de sus años de formación y supervivencia a base de bocadillos de chopez y tenacidad literaria.
En La otra vida de Ned Blackbird -atención a la bellísima edición de Siruela-, Ravelo nos muestra a un profesor de universidad que llega a la ciudad de Los Álamos para una estancia corta. Se instala en un apartamento céntrico cuya inquilina ha muerto hace poco, frecuenta un café cercano con una chica de infarto de la que es imposible no enamorarse y de repente empieza una acción que no se puede desvelar sin incurrir en un delito de mal reseñista.
A partir de aquí, de las primeras páginas de la novela, el lector ya está completamente subyugado a la magia de Ravelo, a su prosa poderosísima, a los homenajes que realiza a toda una generación de escritores ocultos y a la estructura de una relación múltiple que arroja al lector a un final imprevisible, de una belleza sin igual: la de sabernos objeto de una creación. La novela presenta tantos niveles de lectura y tantas posibilidades de relectura que sus 180 páginas forzadas se convierten en un laberinto intrincado de combinaciones.
No es baladí el uso de la palabra artefacto para referirnos al último libro de Ravelo: en él se combina una multiplicidad de tipologías textuales, desde las cartas de amor a los fragmentos de prosa poética pasando por los cuentos inseridos en la narración principal -magistral la historia de los despechaditos, esos dulces que cualquiera querría probar-. Nótese los nombres parlantes de las ubicaciones geográficas (el jardín de los besos robados, por ejemplo) y todas las pequeñas delicias que convierten esta obra en una cumbre literaria de primer orden escrita, por lo que parece en la datación que acompaña al texto, antes del salto del 2013, en 2010-2011. Lo que nos hace pensar cuántas maravillas, cuántos placeres ocultos debe contener el cajón de inéditos de este narrador prodigioso, de este fabulador extraordinario que es Alexis Ravelo. Dicho de otra manera: Ravelo ha escrito la novela que muchos soñábamos escribir alguna vez en la vida. Y además lo ha hecho mejor que en nuestros sueños.
SEBASTIÀ BENNASAR.