En la vida del editor de una revista digital como la que podéis leer ahora mismo, hay momentos realmente emocionantes. Cuando un autor de la solvencia, el prestigio, la coherencia y la honestidad de LLUC OLIVERAS te propone publicar un capítulo inédito de una novela tan buena como LOS PROFESIONALES en la revista y además te propone que sea un regalo para los lectores de cara a Sant Jordi sientes un cosquilleo en el estómago, la sensación de saber que el trabajo sirve para algo. Este va a ser nuestro primer Sant Jordi -empezamos la singladura en mayo del año pasado- y esta prueba de confianza que nos hace Lluc nos llena de orgullo. Compartimos, pues, sin dilación, este capítulo inédito de “Los profesionales” y os deseamos un feliz Día del Libro a todos.
LOS PROFESIONALES
“El secuestro”
-Capítulo extra-
LLUC OLIVERAS
Saltándose el procedimiento habitual, Velasco se acercó hasta la ciudad condal para tratar un asunto de suma urgencia, con Corveau.
Para eludir un posible seguimiento policial, el líder de la banda sugirió al “santero” que se encontrara con él en su restaurante de la Barceloneta, confundido entre la clientela. Una vez en su interior –y sin que les hubieran visto entrar juntos-, podrían hablar de un asunto que al parecer, llevaba de cabeza a Velasco.
Tras el paripé, y ya acomodados en el sótano del local, empezaron a degustar una suculenta paella mixta, mientras amenizaban la conversación con un buen vino blanco.
Por la dureza de sus facciones, el santero parecía más preocupado de lo habitual.
Inicialmente, el informador aseguró tener constancia -de buena fuente-, que los del grupo de atracos español y francés aún no estaban tras su pista, y por tanto, nadie controlaba sus movimientos.
Aquella era la parte amable de la reunión. La negativa, se centraba en la intención de Velasco de cobrarse la deuda moral que la banda había contraída con él, después de un par de golpes que habían salido “cómo el culo”.
Una jugada que a Corveau no acabó de gustarle pero que aceptó a regañadientes. No tenía ninguna intención de quebrar aquella alianza por meros cambios de impresión, pese a que después del atraco a la joyería del Paseo de Gracia, consideraba su deuda ampliamente saldada.
De todas formas, simuló interesarse por los motivos de Velasco en celebrar aquel encuentro informal.
—Sé que no es el mejor momento, pero necesito que hagáis algo por mí, Corveau—dijo el informador, poniendo las cartas sobre la mesa.
El atracador entrecerró la mirada con desconfianza. No tenía ni idea de por dónde iban los tiros, pero necesitaba aquel tipo para seguir trabajando a lo grande.
—Tú dirás…—dijo el atracador, con tono neutro y carente de emoción.
—Se trata de un secuestro. Cómo mucho de veinticuatro horas…
Corveau, emitió un leve suspiro de inconformidad. Ellos no se dedicaban a ese tipo de encargos. Los motivos eran evidentes, pero sobre todo, por las complicaciones en caso de que les trincaran con “las manos en la masa”.
El dilema, estaba servido.
—Hablamos de en un tema serio, Velasco…ya sabes lo que implica…
—Lo sé, pero no se me ocurre a nadie mejor para llevarlo a cabo—insistió el santero, haciendo uso de su indudable capacidad de manipulación.
—Por mucho que se planifique no existen garantías, y sabes que no tolero los cabos sueltos…no puedo exponer a mis hombres de esa forma—argumentó Corveau, manteniendo el rigor que la situación requería.
—El tipo que secuestraréis está de mierda hasta el cuello, así que te aseguro que no lo denunciará. Perdería más que nadie. Créeme si te digo que es un auténtico hijo de puta.
El atracador inspiró con algo más de intensidad que la primera vez, y engulló el resto del vino que aún le quedaba en la copa. Acto seguido, intentó zanjar el tema, después de que la cocinera les sirviera los segundos platos.
Lo mejor, era pasar página cuanto antes.
— ¿Tienes detalles?
—Todo lo que necesitas está aquí—susurró el informador mientras le entregaba un sobre con toda la documentación, que extrajo del bolsillo interior de sus chaqueta.
—Hazme un resumen, y sabré las posibles complicaciones.
Velasco, hizo un ligero chasquido con la lengua y aceptó romper su propia ley del silencio. Si pedía un favor, cómo mínimo tenía que dar algo a cambio.
—Se trata de asaltar a un empresario cuando esté de camino a su casa. En el sobre están sus rutas más habituales, y todo lo que os puede hacer falta. Sólo necesito que lo acojones para que firme unos papeles.
— ¿A qué te refieres con “acojonar”?—preguntó el atracador, después de dejar la información sobre la mesa, y disponerse a hincarle el diente al entrecot que le acaban de servir.
—A que crea que va a palmarla, Corveau. ¡Joder, haz que se cague encima, y firme los jodidos documentos!
—Está bien. Algo se me ocurrirá…—respondió el líder de la banda mientras cortaba con firmeza la carne y empezaba a degustarla con interés—. ¿Qué más puedes contarme del tipo?
—Bueno, digamos que tiene unos terrenos en la Costa Brava que necesito que me venda. Conozco a uno del ayuntamiento que los recalificará a un valor diez veces superior al que tienen, y querría satisfacer a un grupo hotelero que está cómo loco por edificar a pie de mar. Así de sencillo…—detalló el santero, mediante un resumen claro y conciso.
— ¿Están aquí los documentos que debe firmar?–preguntó Corveau, señalando con la mirada el sobre que había dejado sobre la mesa.
—No. Carlos te los acercará mañana a la galería. Creo justo ofrecerte una buena mordida por las molestias ¿Te vale con un cuarenta de la venta?—propuso el informador, esbozando una sutil sonrisa.
Los incentivos, siempre ayudaban a convencer a los indecisos.
—Me vale. Y de paso, nos olvidamos de lo que ha salido mal. ¿Estaremos bien?–sugirió Corveau.
—Más que bien, amigo. ¿Cuándo crees que podréis hacerlo?
—Una semana. No necesitamos más.
Velasco sonrió, y se centró en desarmar el esqueleto de la dura langosta que había pedido de segundo plato.
Lograrlo suponía más trabajo de lo que aparentemente podía parecer, y la recompensa era infinita para el paladar.
Con el motivo de aquel encuentro encauzado, el resto de la comida lo dedicaron a tratar otros asuntos de interés común, aunque quedaron en respetar el plazo de inactividad que se habían impuesto.
No había prisa. Cuando la policía hubiera perdido el interés en estirar los pocos hilos que tenían, volverían por la puerta grande.
Velasco tenía algo entre manos, pero necesitaba más tiempo para valorar todos los pros y los contras, y por lo pronto, convenía enfriar el ambiente.
***
Aleix Mirallet, reconocido empresario gerundense –y propietario de una importante cadena de embutidos de la comarca–, abandonó su imponente chalé adosado ubicado entre Torroella de Montgrí y el Estartit, con la sensación de que aquel iba a ser un buen día.
Cómo cada mañana, se dirigía a las oficinas de su empresa de la Bisbal de l´Empordà, para controlar la producción de sus fábricas.
Llevaba más de veinte años sin dejar nada al azar, y estaba a punto de cerrar un acuerdo de exportación, que aumentaría sustancialmente sus ingresos anuales.
Tras superar Torroella de Montgrí, y tomar una carretera secundaria a la Bisbal, una furgoneta Volkswagen de color negro se cruzó violentamente en su camino, obligándole a frenar en seco.
De no haberlo hecho, se hubiera estampado irremediablemente contra un muro de piedra.
Casi al instante, un Audi A8 le cerró el paso por la parte posterior, dejando claro que acababa de ser víctima de una estudiada emboscada.
De ambos vehículos salieron seis hombres ataviados con atuendo militar y los rostros ocultos tras oscuros pasamontañas.
Empuñando fusiles de asalto AK-47, no dudaron en arrancarle del coche por la fuerza, e introducirle en la furgoneta.
El operativo acababa de empezar.
Con el tiempo cronometrado, uno de los secuestradores se adentró en el coche del empresario, para pilotarlo hasta unos matorrales cercanos y ocultarlo bajo una tela de camuflaje.
En menos de dos minutos, abandonaban la carretera cómo si Aleix Mirallet jamás hubiera circulado por allí.
Sus asaltantes le habían cubierto la cabeza con una tupida capucha para impedir que traspasara cualquier haz de luz, y por si intentaba una estupidez, cuatro hombres custodiaban su posición.
Ni Houdini hubiera podido zafarse de tales “cadenas”.
Al inicio, y preso por el pánico, Mirallet intentó comprender qué le había llevado a aquella dramática situación. El propio terror a que le ejecutaran en cualquier instante, le empujó a hacer demasiadas preguntas, pero un doloroso culatazo contra la mandíbula le convenció al acto de que le convenía mantener “el pico” cerrado.
El sabor a hierro encharcándole la boca y el diente que acababa de perder, le llevaron a bajar los brazos.
El secuestro era una remota posibilidad que siempre había valorado por su posición empresarial, pero jamás hubiera pensado que fuera realmente posible. Se sentía aterrado; desesperado por volver junto a su esposa Milagros y a sus cuatro hijos.
¿Qué sería de ellos si le encontraban muerto en una cuneta?
Durante tres largas horas, sólo se escuchó el estruendo del motor, y el crujido del chasis de la furgoneta cada vez que recorrían zonas poco asfaltadas.
La agonía parecía no tener fin, y sus esperanzas de salir con vida de allí, se diluía a marchas forzadas.
Aleix Mirallet, no tardó en darse por vencido, y cuando ya asumía una muerte segura, el vehículo paró.
Asustado cómo jamás lo había estado en su vida, sólo pudo escuchar algunas palabras inconexas, y el cómo sus secuestradores se identificaban entre ellos con una numeración aleatoria del 1 al 50.
Por tal motivo, resultaba imposible conocer el número de hombres que le tenían cautivo.
— ¡Vamos, coño!— dijo uno de los secuestradores, mientras le empujaba fuera de la furgoneta. Por su acento, parecía extranjero -quizás italiano o francés-, aunque resultaba demasiado neutro cómo para definir un origen concreto.
Sin compasión, y empujándole mediante continuados golpes, le obligaron a caminar durante varios minutos.
El miedo seguía paralizándole paso a paso, y su único recurso para no arrojarse al suelo y pedir clemencia, fue concentrarse en el sonido de su entorno.
Hojas secas quebrándose por las pisadas de todos los miembros de la comitiva, y diferentes sonidos sordos que relacionó con las armas de los secuestradores impactando contra sus propios cuerpos.
Era cómo vagar en la oscuridad más profunda, camino a un infierno que le esperaba con los brazos abiertos.
Y cuando menos se lo esperaba, un fugaz puñetazo en la boca del estómago le obligó a doblegarse e incrustar las rodillas contra la húmeda tierra que le rodeaba.
El dolor era punzante y asfixiante a partes iguales.
Aleix Mirallet, jamás había experimentado una agonía tan intensa, y antes de que pudiera recuperar el aliento, le arrancaron bruscamente la capucha que cubría su rostro, dejando que el sol le cegara.
Tras unos minutos de escozor visual, fue capaz de identificar a un total de seis hombres vestidos con atuendo militar y rostros ocultos.
Su vida, estaba a merced de aquellos despiadados asesinos.
Durante lo que le al empresario le pareció una eternidad, los secuestradores le apuntaron, en total silencio, con sus fusiles de asalto.
Aleix se sentía desconcertado. ¿Por qué aún le mantenían con vida?
La pesadilla sólo había hecho que empezar, y antes de que el secuestrado pudiera dejarse llevar por más dudas, el supuesto líder del grupo bajó el arma y extrajo una bolsa de nylon negra y una pala, del petate que llevaba colgando en su hombro derecho.
Con la frialdad propia del que se ha acostumbrado a ser verdugo, se la arrojó al empresario, golpeándole ligeramente en el rostro.
Acto seguido, otro de los secuestradores se agachó para quitarle la brida de plástico que le maniataba, y se incorporó nuevamente para reposar el cañón de su fusil contra la nuca del rehén.
Mirallet, estaba descompuesto. ¿Qué se suponía que tenía que hacer? ¿Qué querían aquellos hombres, de él?
— ¡Desnúdate y cava!—soltó el que le había lanzado la pala.
El empresario asustado, dudó durante unos segundos.
—Pero…
— ¡Hazlo y mantén la boca cerrada!–insistió el mismo hombre.
Aleix asintió rápidamente y se desnudó con torpeza. Jamás hubiera pensado que de una acción tan usual y rutinaria, podría depender su vida.
Sin rechistar, y conteniéndose las ganas de desmoronarse allí mismo, empezó a cavar extrayendo fuerzas de flaqueza. Era la primera vez que realizaba un esfuerzo semejante, aunque apenas sintió cansancio.
El simple hecho de intentar salvar el pellejo, le ayudó a mantenerse en pie contra todo pronóstico.
Durante una hora, el empresario cavó una profunda fosa, con suficiente diámetro cómo para albergar su cuerpo.
Cada segundo fue cómo morir en vida, y sus agresores simplemente le observaron en silencio, sin apenas moverse de su posición.
Y cuando el líder de los secuestradores estuvo conforme con la profundidad del hoyo, le ordenó parar.
Había llegado la hora de la verdad.
— ¡Ponte de rodillas!—espetó el supuesto número 1, con una frialdad extrema.
— ¡Se lo ruego! ¡Por lo que más quieran!—dijo el secuestrado, sollozando con desgarrador desespero — ¡Les daré todo lo que quieran! ¡Haré lo que me pidan, pero no me maten, por favor!
Corveau levantó levemente la mano derecha para ordenar a sus compañeros que no disparasen, y esperó unos minutos.
Había llegado el momento de tomar cartas en el asunto.
Con actitud pausada extrajo –del mismo petate que llevaba colgado–, los documentos de la compraventa de los terrenos de la costa, a favor de una empresa fantasma propiedad de Velasco.
Una compañía imposible de rastrear, creada en un lejano paraíso fiscal
—Si quieres salvar el pellejo, firma estos documentos–dijo el secuestrador, mientras se acercaba a la posición del rehén.
— ¡Lo que sea, señor! ¡Pero por favor, no me hagan daño!—imploró Mirallet, mientras el miedo le obligaba a orinarse encima.
Corveau y sus hombres estaban a punto de finalizar el trabajo con éxito, y sin mostrar ni un ápice de compasión, señaló el espacio dónde el empresario debía poner su rúbrica.
Con torpeza, Aleix plasmó su firma si preguntar lo que estaba haciendo.
Sólo deseaba salir vivo del peor episodio de su vida y volver a abrazar a su familia. En ese instante, no existía nada más importante que volver a abrazar a sus seres queridos.
Antes de dar la siguiente orden, Corveau comprobó los papales.
Había llegado el momento de devolver a aquella escoria a su triste realidad.
—Escúchame bien porque no volveré a repetirlo. En las próximas horas, te dejaremos en el lugar dónde está tu coche, y esperarás cuatro horas antes de llamar a la policía. Cuando te pregunten, dirás que te han atracado y que te han robado la cartera, pero no mencionarás nada de lo que ha pasado. Olvídate de todo, y sigue con tu vida…
— ¡De acuerdo, de acuerdo! ¡Gracias, señor, muchas gracias!–balbuceó el secuestrado entre lágrimas.
—Si te vas de lengua, ejecutaremos a tu mujer e hijos. Tú elijes—amenazó el atracador, manteniendo la misma dureza desde el inicio del secuestro.
— ¡Por favor, no les hagan daño! ¡No diré nada, se lo juro!
—Más te vale…–sentenció Corveau, mientras observaba cómo Mirallet se acurrucaba en el suelo, desconsolado.
El pavor que estaba pasando aquel hombre no era “moco de pavo”. Solo la adrenalina segregada por su deseo de sobrevivir le había mantenido con vida.
Pocos hubieran aguantado una presión semejante.
Satisfecho con el resultado, Corveau ordenó a sus hombres que le devolvieran la ropa al rehén y le ayudaran a salir de la tumba.
Acto seguido, regresaron a la furgoneta manteniendo el mismo silencio que en la ida.
Pese a haberle dado esquinazo a la muerte, el empresario seguía temiendo una ejecución de última hora. Nada le garantizaba que no quisieran deshacerse de él incumpliendo su palabra, pero intentó centrarse en su familia, para no romperse en mil pedazos.
Por momentos, dudó de realmente seguir con vida.
Tres horas más tarde, le obligaron a descender violentamente de la furgoneta.
Dos de los hombres de la banda lo condujeron hasta su coche, y mientras uno le obligaba a esperar de pié -mientras le encañonaba con una automática-, el otro extraía su vehículo de entre la maleza y lo posicionaba a pocos metros, en un camino de tierra.
Con todo listo –y notoria prisa– le obligaron a arrodillarse, y al acto, perdió el mundo de vista. Un certero culatazo en la sien le arrebató la consciencia.
Los secuestradores no podían arriesgarse a que les identificara, y necesitaban tiempo para huir sin que Mirallet pudiera quedarse con algún detalle que ayudara a delatarles en un futuro.
El secuestro había sido un éxito, sin necesidad de llegar a males mayores.
Un mes más tarde, y gracias a un suculento soborno, el ayuntamiento de la zona aprobó la recalificación de unos terrenos que supuestamente carecían de valor, en favor de una sociedad desconocida.
Aleix Mirallet jamás confesó lo que le había sucedido, y simplemente denunció a la policía que unos asaltantes le habían robado la cartera y el teléfono.
La agonía experimentada, fue algo que decidió llevarse con él a la tumba. Sólo pensar el daño que podían sufrir sus seres queridos, y la imposibilidad de protegerse ante unos tipos tan preparados, le empujaron a cumplir con su palabra.
Pese a la incomprensión de su abogado y del gestor de su compañía, el empresario dio por válida la firma de aquellos documentos de compra-venta, olvidándose para siempre de que alguna vez había poseído aquellos terrenos.
Su vida y la de los suyos, valía mucho más que un pedazo de tierra bañada por el mediterráneo