Julián Ibáñez (Santander, 1940) recibirá hoy en Salamanca el premio Pata Negra por Gatas salvajes, (Cuadernos del Laberinto, 2015, en una exquisita edición), una extraordinaria novela negra protagonizada por Bellón, un personaje duro, acerado, que se mueve con absoluta holgura entre el lumpen metropolitano madrileño y la ética hard-boiled americana.
En esta ocasión Bellón sobrevive como siempre haciendo trabajos en los límites de la legalidad: vigilando prostitutas de calle dos veces a la semana, cobrando alquileres o deshauciando a los que no pagan, haciendo de guardaespaldas ocasional en todo tipo de chanchullos e incluso informando a la policía. Todo lo que le permita ganarse un billete le sirve. Y nadie sabe como él cuánto cuesta conseguir ese jodido billete.
Entre las chicas con plástico por colchón y estrellas por techo de esa periferia de Madrid en la que el personaje se mueve como pez en el agua –y concretamente en Móstoles- hay una rumana muy joven, Ángela. Y ella es la excusa de la novela. La chica contrata a Bellón para un viaje a un pueblo de Burgos y luego todo se complica como sólo se complican las cosas en las novelas de Julián Ibáñez.
Lo que fascina de la escritura de Ibáñez es la convicción que tiene para mostrarnos que cualquier ciudad, cualquier escenario es digno para salir en una novela negra. En sus libros lo que aparecen son tipos humanos en el límite que abundan mucho más de lo que nos creemos: padres de familia buscando mamadas al aire libre; recolectores de cobre robado de catenarias, fábricas y cualquier otro buen sitio que se precie; polis corruptos que explotan a chicas en clubes o asfaltos cualquiera; chicas con miedo que venden su cuerpo porque el alma ya la tienen hipotecada; propietarios de bares de medio pelo; propietarias de pensiones infectas. La marginalidad tiene un cronista de primer orden que expone pero que no juzga, que muestra pero que deja que sea el lector quien acuse sus golpes al hígado, castigando como los grandes púgiles.
Una primera persona muy eficaz que en algún momento genial se desdobla en tercera para hablar de Bellón casi en una perspectiva mayestática; unos diálogos tremendamente buenos; la dosis de violencia justa pero brutal (es tanto más efectivo y doloroso ese apretón en el pecho de una prostituta cuando la interroga que no la sangre a borbotones últimamente habitual en el género) y una eficacia en la desnudez del lenguaje, convierten a Julián Ibáñez en el mejor escritor de género negro vivo de España conformando la santísima trinidad con Andreu Martín y Juan Madrid. Pero Ibáñez es único porque en sus novelas uno tiene la sensación de estar recorriendo cualquier ciudad del medio oeste americano de los clásicos del noir. Ibáñez suena a Chester Himes, a James M.Cain, a Chandler, a Jim Thompson. Julián Ibáñez domina como nadie la técnica literaria, la esencia pura de las historias bien contadas. Sus novelas tienen Seats, Peugeots, Renaults. No hace falta saber los modelos. Sus novelas tienen personajes y sus novelas tienen aquel aire de Hemingway de los relatos breves y su teoría del iceberg: “el relato es el 10% emergido del iceberg, el 90% sumergido está implícito pero lo tienen que construir los lectores”. Y eso es lo que hace grande a Ibáñez, que trata a sus lectores como tipos inteligentes capaces de completar los silencios elocuentes que llegan después de los maullidos de las gatas salvajes.
SEBASTIÀ BENNASAR
Gatas Salvajes.
Julián Ibáñez
Cuadernos del Laberinto
2015.