DOLORES REDONDO COMO SÍNTOMA

Ayer por la noche la escritora Dolores Redondo ganó el premio Planeta en su 65 edición y los poco más de 600.000 euros que comporta. Antes que nada, felicitar a Redondo por el premio y por el éxito de su llamada Trilogía de Batzan, con más de 400.000 ejemplares vendidos en España y múltiples traducciones a otras lenguas. Redondo ha sabido conjugar la novela costumbrista con algunos elementos fantásticos y además ha situado el mundo rural navarro en el panorama literario. No son escasos los méritos. De todas maneras, debo confesar que hablo bastante de oídas porque fui incapaz de pasar de la página 30 de la primera novela de su trilogía, seguramente por culpa de la publicidad de su editorial, Destino, que la vendió a los periodistas como una novela negra. Y no, por mucho que se esfuerce -ahora deberemos darle una oportunidad con este nuevo título-, Dolores Redondo no escribe novela negra. Escribe novelas con una policía como protagonista, que no es ni de lejos lo mismo.

El premio Planeta ha buscado en multitud de ocasiones acercarse al gran público y no ha dudado ni un minuto en intentar apropiarse de determinados géneros literarios para conseguirlo. Podemos estar contentos de que este año por lo menos lo haya ganado una escritora. La operación comercial es muy lícita porque este es un premio privado y por tanto se lo dan a quien quieren. Pero lo que no vale es manosear la novela negra con la voracidad capitalista del holding.

Me explicaré. La novela negra, por lo menos tal y como yo la entiendo, no es una novela dispuesta a complacer una gran masa de lectores. Al contrario, la buena novela negra suele dejar bastante desasosegado, porque intenta resolver una duda esencial: ¿cómo es posible que en una sociedad como la nuestra se produzca este tipo de crímenes?. Y también porque nos obliga a enfrentarnos a nuestros miedos. Cuando Stieg Larsson escribió su trilogía Millenium -para mi absolutamente sobredimensionada aunque me hubiese encantado haber creado un personaje como el de Lisbeth Salander- decidió (sólo en la segunda novela) hurgar en una de las heridas más crueles de las sociedades nórdicas: la presencia cada vez más en aumento de la extrema derecha en el paraíso de las socialdemocracias. No era nada nuevo, ya lo habían hecho otros antes que él, por ejemplo Mankell, pero en ese segundo volumen sí que Larsson se había convertido en un novelista negro (por cierto, es incomprensible que sus trabajos de periodismo de investigación sobre la extrema derecha sólo se hayan publicado en forma antológica y sin demasiado éxito cuando era lo mejor que hacía). Eso es lo que se le pide a la novela negra y, desgraciadamente, no es el caso, como no lo es Donna Leon, que después de tres o cuatro buenos títulos -los primeros de la serie Brunetti-, se abandona y abandona.

Me parece fantástico el éxito de los autores que usan policías en sus novelas para trazar tramas más o menos costumbristas. Es muy lícito. Lo que no me parece bien en absoluto es que a eso se le llame novela negra. Cuando Ed Mc Bain consagró el procedural con su serie de la comisaría 87 se hallaba a las antípodas de esos policías que todos hemos creado -yo mismo he utilizado esa fórmula. Sus policías no dudaban en, si era necesario, matarse entre ellos, por ejemplo. Eso es pura novela negra. O la que en la contemporaneidad publican autoras como Empar Fernández, Susana Hernández, Cristina Fallarás o en catalán Esperança Camps, Núria Cadenes o Margarida Aritzeta, por poner solo unos cuantos ejemplos. Todas ellas nos enfrentan a nuestros miedos y a nuestra sociedad más inmediata, de igual manera que lo hizo Rafael Chirbes con esa novela híbrida que es Crematorio, posiblemente uno de los textos que mejor nos explica.

En la sociedad contemporánea en la que la lectura es un valor que por desgracia cotiza a la baja, tiene que haber fenómenos como Dolores Redondo, como Santiago Posteguillo, como Arturo Pérez Reverte. Es muy importante que se lea y que se lea cada vez más. Pero también es importante que se deje de manosear el concepto novela negra para envilecerla con productos de mercado que traicionan la propia esencia del género. Y en este sentido, Dolores Redondo es un síntoma de que la mercadotecnia ha llegado a la literatura para quedarse y para intentar apropiarse de un género literario que es muy diferente del que acaban de premiar en Planeta.

SEBASTIÀ BENNASAR